Las gotas de sudor empezaban a deslizarse por
mi frente. La niebla se había levantado y el sol empezaba a hacerse notar. Las
piernas flojeaban tras cuatro horas de ascensión sin dejar de dar pedales. Pero
la proximidad de la cumbre me inyectaba una dosis extra de energía.
Justo al salir de una curva me crucé con una
pareja de mediana edad.
- “¿Queda mucho para acabar el puerto?”
pregunté.
- “Nada, nada, un kilómetro. Ya lo tienes
hecho”.
La experiencia me decía que ese kilómetro
serían dos o dos y medio. La gente siempre mentía ante estas preguntas. No sé
si por error de cálculo o por compasión, pero mentían. De cualquier manera, ya
quedaba poco. Y de repente sentí algo a mis espaldas, como un resoplido. Me
giré y el corazón me dio un vuelco: rubia, con unos enormes ojos negros y
moviendo con soltura sus, aproximadamente, quinientos kilos. ¡Tenía una enorme
vaca chupándome rueda! La situación era terriblemente incómoda, peligrosa,
diría yo. Mis piernas estaban a punto de paralizarse y eso era muy mala
noticia. Intenté pensar en la forma de deshacerme cuanto antes de aquella
bestia. Pero el esfuerzo de toda una mañana de ascensión continuada provocaba
que el oxígeno no llegase limpio al
cerebro. Y era incapaz de encontrar una salida digna.
No podía esprintar. Eso era evidente. Con lo
cual no podía dejarla atrás. Llegar a la cumbre me llevaría aún unos treinta
minutos (con más de veinte kilos de alforjas no superaba los cuatro o cinco
kilómetros por hora). Y dar la vuelta lanzándome a tumba abierta, aparte del
riesgo de tortazo, suponía tirar por la borda media jornada de viaje. Las
perspectivas eran más oscuras que aquellos nubarrones que asomaban por el
oeste. Y ella seguía ahí, haciéndome un marcaje implacable. Sentía su aliento
en la nuca.
De repente, una ráfaga de oxígeno medio limpio debió llegar a alguna
neurona de mi cerebro. Con un movimiento rápido frené, saqué de la bolsa que
iba en el manillar la cámara de fotos, me giré y le disparé con el flash activado. Se detuvo, sorprendida. Nos miramos
durante unos segundos que a mí me parecieron eternos y se dio la vuelta
alejándose carretera abajo. Respiré hondo, me sequé el sudor frío que me
empapaba y conseguí emprender la marcha con el corazón aún revolucionado.
Semanas después, cuando visionaba en casa las
diapositivas del viaje (la fotografía digital aún no había llegado), me
encontré de sopetón con aquel primer plano: sus enormes ojos cristalinos
rodeados de unas enormes pestañas, su mechón de pelo rubio, sus morros húmedos,
su mirada profunda. Entonces comprendí que en su expresión no había signos de
amenaza, sino de amor… y no supe corresponderle.
5 comentarios:
¡¡Jajaja!! ¡Qué bueno! ¡Perseguido por "Betizu"!
Ahora veo a las vacas... con otros ojos.
Por cierto...
Te he considerado para los premios Liebster blog:
http://amaia-ballesteros.blogspot.com.es/2012/05/los-premios-liebster-blog.html
¡Un saludo!
! Hola! lo que me he reído con este post, pues mi madre tenía pánico a las vacas, empezaba a sudar y se ponía mala, la pobre, ahora cuando las tropiezo camino del Najo y pasan a mi lado, no puedo dejar de acordarme de ella con una sonrisa ... saludos!
Hola. Me alegro de que te hayas reído, que buena falta nos hace. Yo también me río ahora pero en aquel momento... Bienvenido o bienvenida al blog, ¡saludos!
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