domingo, 21 de julio de 2013

CINE Y ARQUITECTURA (3): CIUDADES. LISBOA.

En las apasionantes relaciones entre el cine y la arquitectura el papel de las ciudades da para un amplio, amplísimo análisis desde múltiples puntos de vista que no pretendo acometer aquí. Pero hay algo cierto y es el hecho de que, en ocasiones, la imagen o la percepción que tenemos de una ciudad concreta proviene precisamente del tratamiento que haya tenido en una determinada película, sobre todo si aún no la hemos visitado.

En la mente de cualquiera están ciudades definitivamente cinematográficas: Nueva York, Roma, París, Viena… que han sido recogidas en el cine desde su vertiente más realista hasta visiones más tópicas o de tarjeta postal. Pero me interesa repasar ahora una ciudad a la que se ha prestado una menor atención (cinematográficamente hablando) y que sin embargo ha sido testigo de algunas de las mejores películas europeas de los últimos años. Hablo de Lisboa, la ciudad de la luz. Y en la docena de películas revisadas, realizadas desde 1980 hasta nuestros días, he encontrado unos rasgos identificativos o, lo que llamábamos antes, unos denominadores comunes: el intento de no mostrar la ciudad turística y la presencia del agua (el río, el puerto) como motor simbólico de la narración. En alguna ocasión he hablado de esa percepción diferente de las ciudades en general y de Lisboa en particular cuando te aproximas a ellas desde el mar y descubres de un golpe de vista su topografía, casi su historia, desde el puerto hasta las colinas.

Parece como si el estuario, ese lugar geográfico donde se encuentran en este caso el río Tajo y el océano Atlántico, produjera un simbólico efecto de remolino sobre los personajes que la visitan y que deambulan por sus películas. Y para ilustrar este pequeño aperitivo sobre Lisboa en el cine propongo tres títulos indispensables.

 “En la ciudad blanca” (Alain Tanner, 1983). A través de la pequeña cámara del marinero suizo que acaba de llegar a la ciudad escapando de su propia vida, en sus deambulaciones por calles y plazas, percibimos una particular reflexión sobre la soledad y la crisis de la madurez. Años más tarde Tanner realizó una especie de segunda parte, también ambientada en Lisboa y titulada “Réquiem” (1998).


“Sostiene Pereira” (Roberto Faenza, 1996). Hay muchas formas de plantear la respuesta al fascismo. El escritor Antonio Tabucchi lo hace con gran maestría narrativa a través del personaje de Pereira, un viejo periodista en la Lisboa de la dictadura de Salazar. En esta adaptación cinematográfica la paulatina toma de conciencia del personaje quedó extraordinariamente plasmada con la magnífica interpretación de Marcello Mastroianni.


“Recuerdos de la casa amarilla” (Joao César Monteiro. 1989). Este director portugués ha sido denominado como el Woody Allen europeo, por sus particulares obsesiones vitales. En este caso nos ofrece una comedia negra, negrísima diría yo, sobre la fragilidad de la condición humana, ambientada en un espacio urbano periférico de Lisboa donde la miseria parece ocupar todo.


En definitiva, y como adelantaba en las primeras líneas, poca complacencia en mostrar la Lisboa bonita y un mayor interés en una visión más costumbrista y descarnada, en contraposición con visiones más hollywoodienses de otras ciudades europeas.

No me importaría volver a Lisboa. Vuelvo a Lisboa.

miércoles, 10 de julio de 2013

BERNARD MOITESSIER

A bordo del “Joshua”

He ido desgranando en este blog algunas de las historias y algunos de los personajes que formaron parte de aquella “regata de locos” de finales de los años sesenta, la primera vuelta al mundo para navegantes solitarios, una travesía apasionante y dramática que sentó las bases de posteriores competiciones como la exigente Vendée Globe.

En aquella regata de 1968 participó Bernard Moitessier, un francés de 45 años, escritor y dibujante además de navegante, y que, a la postre, sería el ganador “moral” (que no “oficial”). Moitessier nació en Indochina y se inició en la navegación en su juventud, con los pescadores del golfo de Siam, surcando como patrón los legendarios mares de Sur. Aprendió a navegar, por tanto, con los métodos más primitivos, y fue naciendo en él ese amor por la mar que había de marcar toda su vida. Tras algunas duras experiencias en travesías junto a su esposa y en solitario, se fue forjando en su interior el proyecto de dar una vuelta al mundo en solitario y sin escalas, con el barco que él mismo había construido, el Joshua, un rudimentario y robusto velero de 39 pies de eslora.

En la convocatoria de la regata organizada por el Sunday Times vio la gran oportunidad de poder cumplir su sueño. Y fue uno de los nueve navegantes que tomaron la salida. Tras cubrir dos tercios del recorrido y cruzar el temible Cabo de Hornos, el último gran obstáculo del viaje, se disponía a volver a casa, muy por delante del resto de participantes que aún se mantenían en competición. Todo indicaba que llegaría a Inglaterra (punto de salida y de llegada) el primero, convirtiéndose además en el primer navegante que daba la vuelta al mundo sin escalas. Y Francia también se preparaba para dar la bienvenida a un héroe nacional.

Pero en su interior empezó a surgir un enfrentamiento entre su misticismo asiático y su ego mundano y occidental. Después de siete meses en el mar consigo mismo, su viaje la había ayudado a despojarse de todo lo innecesario. Al pasar cerca de un buque petrolero inglés le lanzó a cubierta una pequeña lata en la que había un mensaje para el Sunday Times:
“Mi intención es seguir el viaje, sin parar, hacia las islas del Pacífico, donde el sol luce radiante y hay más paz que en Europa. Por favor, no piensen que estoy intentando establecer un récord. Récord es una palabra muy estúpida en el mar. Continúo sin parar porque me siento feliz en el mar, y quizá porque quiero salvar mi alma”.

Moitessier no estaba regresando a Inglaterra. Estaba abandonando la regata, y la casi absoluta certeza de convertirse en su vencedor. Estaba navegando por segunda vez por el extremo sur de África para continuar alrededor del mundo. ¿Se había vuelto loco? Los periódicos, los navegantes y todos los que habían ido siguiendo la regata se quedaron atónitos.

No, no estaba loco, al menos según sus valores. Había mirado en su interior y había visto el poder corrosivo de las ambiciones. Y volver a Inglaterra como vencedor de la regata no significaba nada para él en ese momento. Y pensó que sería mejor recorrer 10.000 millas más y prolongar su viaje. Se encontraba feliz y quería seguir estándolo. Y navegó de nuevo hacia el océano Índico, y más allá.

En su extraordinario libro “El largo viaje. Diez meses navegando solo, entre cielos y mares” Moitessier relata el periplo que significó su vuelta y media al mundo (37.455 millas sin tocar tierra) a través del mar que, “según el viento, según el cielo, según que el ocaso fuera rojo o gris, ruge, murmura o gime bajo el casco”.

Dibujo de B. Moitessier