sábado, 31 de mayo de 2014

PEDIR PERDÓN



Hace unos días, al releer un correo electrónico que estaba a punto de mandar, me sorprendió detectar la expresión “Perdón por…” que, evidentemente, yo mismo había escrito (un error en el cálculo de un presupuesto enviado anteriormente era el motivo). Tuve la tentación de cambiar o eliminar esa expresión. Finalmente pulsé “enviar” sin retocar el texto. ¿Tan difícil es pedir perdón? Así parece. Lo más habitual es callar o bien rebajar el grado de la culpa o el error con alguna expresión sustitutoria del tipo: “Pido disculpas…” La disculpa es un término más “light” que, al parecer, nos deja con la conciencia tranquila y sin el peso que supone la admisión completa del error. Pero lejos de dejar ahí dicha rebaja a menudo vamos más allá completando la frase con un condicional del tipo: “Pido disculpas si he podido ofender a alguien…” Vamos, que ni he ofendido, ni me he equivocado, ni soy culpable de nada. Y a otra cosa.

El mismo día que envié el correo electrónico origen de esta disquisición (tras lo cual no sentí ningún peso sino más bien alivio) Bob Dylan cumplía años, setenta y tres primaveras. Y como pequeño homenaje, celebración o lo que sea, me dio por escuchar algunas canciones suyas, concretamente tres discos publicados a comienzos de los años 80. Discos que coincidieron con su conversión al cristianismo y con una etapa de profunda religiosidad (según las crónicas). Le cayeron palos por todos los lados, por su cambio ideológico-espiritual y por su giro musical. Pero esto no era nuevo para Dylan. Años antes ya habían intentado “desenchufarle” cuando en el festival de Newport salió al escenario con una guitarra eléctrica renegando (eso pensaron al menos los “folkies” más puristas como Pete Seeger) del ortodoxo sonido acústico. Pero Dylan, terco el hombre, ni en un caso ni en otro pidió perdón. Ni disculpas. Ni disculpas matizadas. ¡Qué soberbia!

Escuchados ahora esos discos que algunos quemaron en la hoguera, y que devoré en formato casete en mi etapa universitaria (“Slow train coming”, “Saved”, “Shot of love”), lejos ahora del ruido mediático de aquellos años, descubro un sonido contundente, con potentes bases rítmicas, guitarristas de lujo (Knopfler, Clapton, Taylor), deliciosos coros de voces godspell… Unas canciones intensas. En definitiva, unos buenos discos más allá de etiquetas y estilos. Eso sí, con las peores portadas de toda su discografía.
Con lo cual mi veredicto es claro: Bob Dylan no tenía que pedir perdón por haber compuesto y grabado unas buenas canciones. Tal vez debían hacerlo aquellos intransigentes ¿seguidores? que no aceptaban cambios ni matices en su trayectoria musical y vital. Nada nuevo bajo el sol: ciego y peligroso fanatismo.


“Solid rock”. (Bob Dylan)

Estos días llevo en el coche un disco de reciente publicación que escucho una y otra vez. Me habló de este grupo de música independiente un amigo que, días después, me regaló el CD. Y han sido las canciones de cabecera en mis desplazamientos diarios. El grupo, The National, el disco, “Trouble will find me”. Así que, para este amigo, otra palabra que tampoco se utiliza lo suficiente y que suena tan bien como perdón: Gracias.


 “Sea of love” (The National)

NOTA. Pido disculpas si he podido ofender a alguien por la excesiva extensión de esta entrada.

martes, 20 de mayo de 2014

CINE Y ARQUITECTURA (5): PUENTES.

Al margen de las ciudades, de los edificios, los puentes son, probablemente, las construcciones más utilizadas en el cine. Chale Nafus, en su estudio sobre los puentes en el cine, intenta dar respuesta a esta fascinación: “Muy pocas veces el personaje de una película cruza un puente solo para llegar al otro lado. El paso por el puente suele significar algún tipo de cambio, la transición a una nueva fase vital, la conexión con una persona nueva, o la confrontación con el peligro e incluso la muerte.”  Por tanto la palabra clave es “cambio”, una palabra que se ajusta muy bien a uno de los axiomas de la construcción cinematográfica, el que dice que los protagonistas de una película no deben ser los mismos al principio que al final de ella. Es decir, deben sufrir algún cambio en su transcurrir por la pantalla. Tienen que aprender algo, deben resolver sus conflictos… Y son precisamente los puentes escenarios adecuados para la dramatización de estas historias.

Revisando entradas anteriores de este blog sobre la temática cinematográfica he descubierto que, curiosamente, ya han aparecido varias películas en las que los puentes tienen una presencia más que testimonial en su desarrollo argumental. Y dos de ellas pertenecen al género que denominé como “películas románticas”: En “Los puentes de Madison” un fotógrafo llega hasta Winterset con el propósito de captar con su cámara unos curiosos puentes cubiertos de madera del siglo XIX. Y en “Breve encuentro” un pequeño puente de piedra alejado de la ciudad acoge las citas de los amantes.


En tiempos de guerra los puentes son un punto de gran valor estratégico, al garantizar el paso de las tropas, y han protagonizado multitud de películas del género bélico basadas, muchas de ellas, en hechos reales. Quizás una de las más populares sea “El puente sobre el río Kwai” (David Lean, 1957). David Lean también fue el director de “Breve encuentro”, citada anteriormente. ¿Casualidad? Y, como contraposición, una de las menos conocidas, realizada el mismo año, es “El puente” (Bernhard Wicki, 1957), en la que se narra el espeluznante sacrifico humano en tiempos de guerra. Un grupo de adolescentes alemanes deciden defender el puente de su pueblo ante el avance de las tropas aliadas. Y se convierte en el escenario de su muerte cuando solo unos días antes era el escenario de sus juegos. Los dos muchachos supervivientes acaban disparando contra sus propios soldados compatriotas al no poder aceptar que el sacrificio de sus amigos haya sido en vano. La historia concluye con una voz en off: “Esto ocurrió el 27 de abril de 1945. Fue tan irrelevante que no apareció en ningún comunicado de guerra.” Una de las películas de guerra más amargas que conozco aunque… ¿acaso hay alguna que no lo sea?  

“El puente”

En el Pont-Neuf, el puente más viejo de París, transcurre la mayor parte de la acción de una de las películas europeas más polémicas y a la vez atractivas de los últimos años, “Los amantes del Pont-Neuf” (Leos Carax, 1991). En ella se cuenta la historia de amor entre un vagabundo (Denis Lavant) que se ha instalado a vivir en el puente, y Michelle (Juliette Binoche), una chica de familia acomodada que se está quedando ciega. El puente, que se encuentra cerrado al tráfico por obras de reforma, se convierte en su refugio y en un lugar casi mágico en el que evoluciona la relación y el acercamiento de dos personalidades muy dispares. Esta historia de amor fou tiene una escena final que se adelanta a la ya muy popular que años después llevaran a cabo los protagonistas de “Titanic” encaramados en la proa del barco.

“Los amantes del Pont-Neuf”

Un uso diferente de los puentes en el cine es el de su inclusión para localizar la acción. Son abundantes, por ejemplo, las películas ambientadas en Nueva York que empiezan con una vista panorámica, a veces aérea, con el puente de Brooklyn u otro de los que une Manhattan con los barrios adyacentes. “Fiebre del sábado noche” (John Badham, 1977), se inicia precisamente con un plano del puente de Brooklyn con la isla de Manhattan al fondo. Y a continuación otro plano similar con el puente de Verrazano. Es una forma de expresar que para los habitantes de Brooklyn el primer puente les unía con lo inalcanzable (el Manhattan de la gente acaudalada) y el segundo con una zona en la que, por el contrario, podían sentirse superiores (Staten Island, donde se concentraban la mayoría de los inmigrantes con menor poder económico). En este caso el puente funciona como elemento de transición entre diferentes clases sociales, a través de sus correspondientes territorios.

“Fiebre del sábado noche”

Para finalizar esta breve revisión del protagonismo de los puentes en el cine, no puedo dejar pasar una de sus funciones, no prevista inicialmente al ser construidos, pero indudablemente real: su atracción para los suicidas. Cuando la protagonista de “La chica del puente” (Patrice Leconte, 1999), tras arrojarse al río Sena se encuentra en la sala de recuperación del hospital, un señor en su misma situación le pregunta con toda naturalidad: “¿De qué puente viene?”

martes, 6 de mayo de 2014

LA EXTRAORDINARIA GEOMETRÍA DE LAS HUERTAS

Esta noche he tenido un sueño extraño, lo cual no tiene nada de extraordinario porque casi todos los sueños lo son. Pero ha sido más bien una pesadilla: en una planta de pimiento crecían unos enormes tomates azules, y de un manzano colgaban unas roñosas peras. ¿Pesadilla de horticultor?

Huele a tierra removida y húmeda. Y empiezan a aparecer las primeras moscas de la temporada. Dos indicadores infalibles de que, un año más, el ciclo natural de las estaciones ha llegado a ese punto en el que los frutales florecen y las huertas o los huertos se acondicionan para las plantaciones que darán su fruto en el verano, dentro de dos o tres meses. Sugerente ese olor de la tierra aireada, dispuesta a colaborar y a transmitir sus mejores nutrientes a tomates, pimientos, lechugas, calabacines, acelgas… Es tiempo de plantación, o sea, tiempo de sudores y riñones doloridos. Es el precio que hay que pagar. Gustoso, eso sí. Porque la recompensa a lo largo del período estival es grande.

Cuando yo era pequeño en el pueblo cada campesino tenía su propia huerta con la que se abastecía. Al amanecer se oía cantar a los gallos (no como ahora, que los pocos que quedan cantan a cualquier hora) porque casi todos criaban gallinas. Los críos recogíamos hierbas de los caminos para los conejos. Y casi todos los aldeanos tenían un cerdo o una vaca. Cerdos, vacas, pollos y conejos aportaban la fertilidad a las huertas al servir sus excrementos como abono natural. Este ciclo de la naturaleza ha marcado, durante muchos años, una dependencia recíproca entre el reino animal y el vegetal. Las plantas son esenciales para los animales, que obtienen energía de ellas, y a su vez las plantas no podrían existir sin los animales, de los que dependen para su polinización (aves e insectos) y de su estiércol en forma de sustancias nutritivas. En definitiva, los unos necesitan de los otros y viceversa. Este es el ciclo básico de la naturaleza (animal-vegetal) sin el cual no existiría vida sobre el planeta.

Pero hay otro aspecto que siempre me ha llamado la atención de las huertas, su extraordinaria geometría, esas pequeñas o extensas retículas de plantas en filas y columnas, que van apareciendo de forma ordenada por llanadas y laderas. Recomiendo una mirada atenta y una mínima reflexión cuando os encontréis con alguno de estos “lienzos”, efímeros por otra parte. Reconozco que yo, en mi humilde y pequeña huerta, he sido incapaz, a lo largo de casi diez años de trasiego, de conseguir esa perfección de líneas paralelas y perpendiculares. Me quito el sombrero (de paja) ante ellas y ante ellos, los artistas de la horticultura.

Toca abonar antes de la plantación. Y como no crío ni gallinas, ni conejos, ni vacas, ni cerdos, me toca ir a buscar ese “perfumado” estiércol (de vaca, en este caso) cedido gentilmente por los auténticos aldeanos. Yo, un mero aficionado. Y espero que este año la cosecha se dé mejor que el pasado. Pero al final la naturaleza manda. Eso sí, prometo ventilar el coche tras el porte.