sábado, 26 de mayo de 2012

AMOR NO CORRESPONDIDO


Las gotas de sudor empezaban a deslizarse por mi frente. La niebla se había levantado y el sol empezaba a hacerse notar. Las piernas flojeaban tras cuatro horas de ascensión sin dejar de dar pedales. Pero la proximidad de la cumbre me inyectaba una dosis extra de energía.
Justo al salir de una curva me crucé con una pareja de mediana edad.
- “¿Queda mucho para acabar el puerto?” pregunté.
- “Nada, nada, un kilómetro. Ya lo tienes hecho”.
La experiencia me decía que ese kilómetro serían dos o dos y medio. La gente siempre mentía ante estas preguntas. No sé si por error de cálculo o por compasión, pero mentían. De cualquier manera, ya quedaba poco. Y de repente sentí algo a mis espaldas, como un resoplido. Me giré y el corazón me dio un vuelco: rubia, con unos enormes ojos negros y moviendo con soltura sus, aproximadamente, quinientos kilos. ¡Tenía una enorme vaca chupándome rueda! La situación era terriblemente incómoda, peligrosa, diría yo. Mis piernas estaban a punto de paralizarse y eso era muy mala noticia. Intenté pensar en la forma de deshacerme cuanto antes de aquella bestia. Pero el esfuerzo de toda una mañana de ascensión continuada provocaba que el oxígeno no llegase limpio al cerebro. Y era incapaz de encontrar una salida digna.
No podía esprintar. Eso era evidente. Con lo cual no podía dejarla atrás. Llegar a la cumbre me llevaría aún unos treinta minutos (con más de veinte kilos de alforjas no superaba los cuatro o cinco kilómetros por hora). Y dar la vuelta lanzándome a tumba abierta, aparte del riesgo de tortazo, suponía tirar por la borda media jornada de viaje. Las perspectivas eran más oscuras que aquellos nubarrones que asomaban por el oeste. Y ella seguía ahí, haciéndome un marcaje implacable. Sentía su aliento en la nuca.
De repente, una ráfaga de oxígeno medio limpio debió llegar a alguna neurona de mi cerebro. Con un movimiento rápido frené, saqué de la bolsa que iba en el manillar la cámara de fotos, me giré y le disparé con el flash activado. Se detuvo, sorprendida. Nos miramos durante unos segundos que a mí me parecieron eternos y se dio la vuelta alejándose carretera abajo. Respiré hondo, me sequé el sudor frío que me empapaba y conseguí emprender la marcha con el corazón aún revolucionado.
Semanas después, cuando visionaba en casa las diapositivas del viaje (la fotografía digital aún no había llegado), me encontré de sopetón con aquel primer plano: sus enormes ojos cristalinos rodeados de unas enormes pestañas, su mechón de pelo rubio, sus morros húmedos, su mirada profunda. Entonces comprendí que en su expresión no había signos de amenaza, sino de amor… y no supe corresponderle. 


sábado, 19 de mayo de 2012

Cabaña Verónica: del Pacífico a los Picos de Europa

Hace poco más de cincuenta años el ingeniero bilbaíno Conrado Sentíes paseaba al borde de la ría cuando divisó en la dársena de Sestao la silueta del portaviones americano “Palau”, que estaba empezando a ser desguazado. De repente surgió la idea y se puso inmediatamente en contacto con su amigo y arquitecto Luis Pueyo. Entre los dos, aficionados montañeros, convencieron al presidente de la Federación Española de Montaña Julián Delgado para que comprase una de las cúpulas antiaéreas del buque para convertirla en… ¡refugio de montaña! Dicho y hecho. Tras desmontarla y trasladarla a un taller de Lutxana, Luis Pueyo se encargó de los retoques necesarios y de su acondicionamiento para adecuar la estructura a su nuevo uso: revestimiento interior de madera, literas y mesa plegable, ojo de buey, acceso… En definitiva, una original “cabaña” de 9 metros cuadrados de superficie con capacidad para seis personas.
Pero aún quedaba un reto importante: su traslado hasta la que iba a ser su ubicación definitiva: las estribaciones del Pico Tesorero, en el macizo central de los Picos de Europa, a 2.325 metros de altitud. Se barajó la posibilidad del transporte en helicóptero, pero los costes se disparaban. Así que se optó por algo más “tradicional”: camión y mulo. Y así, a lomos del sufrido animal, se fueron subiendo las piezas  debidamente ordenadas. Una vez encajado el “puzle”, tras dos semanas de trabajo, el refugio fue inaugurado el 13 de agosto del año 1961 y bautizado con el nombre de una de las hijas del ingeniero promotor.
En 2011 se celebró su 50 aniversario. Ahora que tanto se habla de reciclaje, aquí tenemos un ejemplo excepcional: del océano Pacífico a los Picos de Europa, del fragor de la guerra a la paz de las montañas.   

viernes, 11 de mayo de 2012

RAFAEL MONEO, ARQUITECTO


La concesión del Premio Príncipe de Asturias de las Artes al arquitecto navarro Rafael Moneo me lleva a viajar en el tiempo, a mi época de estudiante universitario en Valladolid. Recuerdo con nitidez aquella conferencia en la que Moneo, que empezaba a destacar (si no recuerdo mal acababan de concluir las obras del Museo de Arte Romano de Mérida), habló sobre su concepto de la arquitectura, su actitud ante la profesión, ante el desarrollo de un proyecto. Y sobre los cimientos de sus obras en la historia de la arquitectura y del arte en general. No proyectó ninguna diapositiva, ninguna imagen. Ni leyó ningún papel. Sentado como si estuviera en el sofá de su casa, en esa postura encorvada tan peculiar, nos fue transmitiendo su emoción sobre el hecho de proyectar. Me sorprendió su pudor cuando se refería a alguna de sus obras. Parecía como si no quisiera hacerlo, como si pensara que tal vez otro arquitecto podría haberlo hecho mejor. Pero eso no rebajaba su convicción, su pasión. Cuando salí de aquella conferencia pensé: “De mayor quiero ser como Moneo”.
También recuerdo un comentario del profesor Simón Marchán, profesor de Estética aquel año en la Escuela de Arquitectura (un lujo, por cierto) refiriéndose a Moneo: “Es el arquitecto europeo más lúcido.”
No voy a glosar aquí la obra de Rafael Moneo, suficientemente conocida y divulgada además estos días. Su labor profesional, desde la humildad, desde la reflexión al acometer cada uno de sus proyectos y desde la intensidad, ha sido extraordinaria. Un arquitecto aparentemente sin estilo, que se ha enfrentado a cada proyecto con una gran capacidad de análisis, desarrollando unas obras formalmente intensas y funcionalmente adecuadas.
Hoy, treinta años después de aquella conferencia, sigo pensando lo mismo: “De mayor quiero ser como Moneo”.

lunes, 7 de mayo de 2012

PUEBLOS INDÍGENAS

Los yámanas.

“Los awás, pueblo indígena del Amazonas, a punto de desaparecer por la presión de los madereros y los ganaderos.”

Esta noticia se publicó hace unas semanas, con una escasa o nula repercusión en los medios de comunicación.

En 2007 conocí en Puerto Williams (sur de Chile) a Cristina, la última superviviente del pueblo yámana. Tenía ochenta años, una tez curtida y unos profundos ojos negros.
Los yámanas (o yaganes) eran un pueblo indígena que habitaba en los canales de Tierra de Fuego, en el extremo sur del continente americano. Pese al frío húmedo de aquella región iban casi totalmente desnudos para evitar la saturación por humedad que les causarían los ropajes mojados por la lluvia. Cazaban lobos marinos que les proporcionaban alimento, grasa para untar y proteger su cuerpo, y cuero para calzados sencillos y otros usos. Se desplazaban por los canales fueguinos en canoas, en las que siempre llevaban un fuego encendido. Probablemente de ahí provenga el nombre de la región, Tierra de Fuego. Se estima que el pueblo yámana tenía una antigüedad de 6.000 años y a finales del siglo XIX contaba con una población de 3.000 indígenas. Poseían su propio idioma con más de 32.000 palabras.
Precisamente a finales del s. XIX tuvieron su primer contacto con el “hombre blanco”. Los europeos descubrieron que el aceite del lobo marino era un combustible ideal para las farolas de sus ciudades, fundamentalmente de Londres. Y los yámanas se quedaron sin su base nutricional y su protección corporal. Pero por si este ataque a su cuerpo no había sido suficiente, su alma tampoco quedó al margen de la presión de nuestros antecesores, en forma de misiones anglicanas empeñadas en “evangelizar” a estos indígenas. El contacto con el hombre blanco trajo las enfermedades (sarampión, neumonía, tuberculosis) desconocidas para ellos, muriendo por centenares. En 1908 ya sólo quedaban 170. Pero además los europeos consideraron a estos indígenas patagónicos “salvajes dignos de estudio”, comenzando la exhibición de indígenas vivos en ciudades europeas y norteamericanas.
Hoy sólo queda Cristina y con ella desaparecerá definitivamente un pueblo indígena más. Un pequeño y humilde museo en Ushuaia será lo único que haga pervivir su memoria. Impresiona pensar que en tres o cuatro generaciones se puede “acabar” con un pueblo de más de 6.000 años de existencia. Es sencillo: les quitamos su alimento, ocupamos su territorio y les provocamos un choque cultural del que ya no podrán recuperarse jamás.