Hace unas décadas dos proyectos de
rehabilitación llevados a cabo por el arquitecto Salvador Pérez Arroyo levantaron una gran polvareda. Me refiero a
sus intervenciones en los Monasterios de
San Pedro de Arlanza y de Carracedo, edificaciones que se encontraban en
estado de ruina. Su intervención consistió, básicamente, en una mínima
consolidación de los elementos en peligro, la protección de muros y de otros
componentes constructivos que se encontraban a la intemperie. Y poco más.
En aquellos momentos (años 80-90 del siglo
XX), en los que se empezaba a tomar conciencia de la necesidad de intervenir y
recuperar el patrimonio histórico, el debate arquitectónico sobre cómo llevar a
cabo dichas intervenciones era intenso y se movía en torno a dos
posicionamientos conceptuales: la mímesis (que no se notara la intervención) y
la diferenciación (que quedara formalmente expresada la actuación realizada).
Pero ambos planteamientos bebían de una misma fuente: la recuperación global de
la edificación para un uso concreto, similar al original o distinto. Eso sí, en
ningún caso se consideraba la posibilidad de mantener la construcción en estado
de ruina, eso era inadmisible. Mejor hacerlo desaparecer o desmontarlo y
trasladarlo piedra a piedra a algún museo. O venderlo al mejor postor (los
casos de espolio del patrimonio arquitectónico fueron continuos en la primera
mitad del siglo XX en nuestro país).
La propuesta de Pérez Arroyo no asumía, por tanto, la ortodoxia de las
intervenciones sobre el patrimonio histórico y fue tachada por muchos de
auténtica burla y despropósito. Mantener un edificio en ruinas no encajaba en
la mentalidad de la época. Y hoy sigue sin encajar. En una reciente edición de
un curso sobre arquitectura desarrollábamos un taller de rehabilitación en el
que los alumnos tenían que plantear propuestas para una antigua edificación
industrial en desuso. Todos optaron por dotar de nuevos usos y contenidos a la
antigua fábrica de harinas. Nadie planteó una propuesta de consolidación básica
de su estado actual que permitiera mantener su memoria histórica.
Viajando recientemente por las tierras celtas
de Irlanda he comprobado “in situ” lo
que ya había percibido a través de lecturas e imágenes: el concepto que, en la
cultura anglosajona, tienen sobre la ruina, en las antípodas de nuestra
estrecha y limitada visión. Hay edificaciones históricas que se rehabilitan y
se dotan de contenidos, por supuesto. Pero otras muchas, sin embargo,
envejecen, se “arruinan” y en décadas, o en cientos de años, morirán. Y esta
situación se percibe como algo natural.
Monasterio de Clonmacnois. Irlanda |
Monasterio de Glendalough. Irlanda |
El edificio que ha tomado sus piedras, sus
materiales, de la tierra, que ha cobrado vida con ellos, se los va devolviendo,
pasa a formar parte del paisaje, se cubre con la vegetación que lo va
invadiendo y se va fundiendo de nuevo con la tierra. Y en ese largo camino nos
explica su historia y nos recuerda a las gentes que han ocupado sus espacios en
tiempos pretéritos. ¿Existe metáfora más bella del ciclo de la vida? ¿No
estamos ante el más extraordinario proceso de “reciclaje”? Dejemos que algunos
edificios envejezcan y, ¿por qué no?, mueran con dignidad.
Irlanda |
Irlanda |