miércoles, 20 de julio de 2016

ELOGIO DE LA RUINA

Hace unas décadas dos proyectos de rehabilitación llevados a cabo por el arquitecto Salvador Pérez Arroyo levantaron una gran polvareda. Me refiero a sus intervenciones en los Monasterios de San Pedro de Arlanza y de Carracedo, edificaciones que se encontraban en estado de ruina. Su intervención consistió, básicamente, en una mínima consolidación de los elementos en peligro, la protección de muros y de otros componentes constructivos que se encontraban a la intemperie. Y poco más.

En aquellos momentos (años 80-90 del siglo XX), en los que se empezaba a tomar conciencia de la necesidad de intervenir y recuperar el patrimonio histórico, el debate arquitectónico sobre cómo llevar a cabo dichas intervenciones era intenso y se movía en torno a dos posicionamientos conceptuales: la mímesis (que no se notara la intervención) y la diferenciación (que quedara formalmente expresada la actuación realizada). Pero ambos planteamientos bebían de una misma fuente: la recuperación global de la edificación para un uso concreto, similar al original o distinto. Eso sí, en ningún caso se consideraba la posibilidad de mantener la construcción en estado de ruina, eso era inadmisible. Mejor hacerlo desaparecer o desmontarlo y trasladarlo piedra a piedra a algún museo. O venderlo al mejor postor (los casos de espolio del patrimonio arquitectónico fueron continuos en la primera mitad del siglo XX en nuestro país).

La propuesta de Pérez Arroyo no asumía, por tanto, la ortodoxia de las intervenciones sobre el patrimonio histórico y fue tachada por muchos de auténtica burla y despropósito. Mantener un edificio en ruinas no encajaba en la mentalidad de la época. Y hoy sigue sin encajar. En una reciente edición de un curso sobre arquitectura desarrollábamos un taller de rehabilitación en el que los alumnos tenían que plantear propuestas para una antigua edificación industrial en desuso. Todos optaron por dotar de nuevos usos y contenidos a la antigua fábrica de harinas. Nadie planteó una propuesta de consolidación básica de su estado actual que permitiera mantener su memoria histórica.

Viajando recientemente por las tierras celtas de Irlanda he comprobado “in situ” lo que ya había percibido a través de lecturas e imágenes: el concepto que, en la cultura anglosajona, tienen sobre la ruina, en las antípodas de nuestra estrecha y limitada visión. Hay edificaciones históricas que se rehabilitan y se dotan de contenidos, por supuesto. Pero otras muchas, sin embargo, envejecen, se “arruinan” y en décadas, o en cientos de años, morirán. Y esta situación se percibe como algo natural.

Monasterio de Clonmacnois. Irlanda
Monasterio de Glendalough. Irlanda
El edificio que ha tomado sus piedras, sus materiales, de la tierra, que ha cobrado vida con ellos, se los va devolviendo, pasa a formar parte del paisaje, se cubre con la vegetación que lo va invadiendo y se va fundiendo de nuevo con la tierra. Y en ese largo camino nos explica su historia y nos recuerda a las gentes que han ocupado sus espacios en tiempos pretéritos. ¿Existe metáfora más bella del ciclo de la vida? ¿No estamos ante el más extraordinario proceso de “reciclaje”? Dejemos que algunos edificios envejezcan y, ¿por qué no?, mueran con dignidad.

Irlanda
Irlanda

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