A pesar de todo
ello siempre he tenido un concepto “algo más amable” del término refugio. Que lo he “tuneado”, vamos. Y
he ido construyendo los míos propios. Lugares físicos, imaginarios, mentales,
que iban abriendo sus puertas cada cierto tiempo respondiendo a estados de
ánimo diversos, no siempre asociados con momentos de ofuscamiento ni de
oscuridad. Y uno de los espacios que, de forma recurrente, mejor me ha acogido se
encuentra en el mundo sonoro, en la música, en la música de jazz.
Desde
aquellos primeros conciertos en mi etapa universitaria (Dexter Gordon, Tete Montoliu, Ron Carter…) el jazz se instaló como
refugio de sólidos cimientos en mi parcela emocional y sigue manteniendo años
después su solidez y su funcionalidad. A pesar de algunas ausencias o
traiciones más o menos prolongadas siempre he vuelto a llamar a su puerta y a
disfrutar de su calidez y de su capacidad de fortalecimiento.
No soy capaz
de averiguar por qué el jazz y no otras músicas que también escucho. Tampoco sé
si la clave está en el swing, en la improvisación, en el fraseo, o en ser la
“música de los salvajes”, como la definía un periodista del The New York Times en 1924. Pero sí soy
capaz de percibir lo que me proporciona, precisamente fortaleza y energía,
emoción.
Así que,
cien años después de que apareciera por primera vez el término jazz asociado a la música, vuelvo una
vez más a mi refugio, a su refugio. Y esta vez me abrirá la puerta una mujer de
bellos ojos negros, Dee Dee Bridgewater: