Los yámanas.
“Los
awás, pueblo indígena del Amazonas, a punto de desaparecer por la presión de
los madereros y los ganaderos.”
Esta noticia se publicó hace unas semanas,
con una escasa o nula repercusión en los medios de comunicación.
En 2007 conocí en Puerto Williams (sur de
Chile) a Cristina, la última superviviente del pueblo yámana. Tenía ochenta
años, una tez curtida y unos profundos ojos negros.
Los yámanas (o yaganes) eran un pueblo
indígena que habitaba en los canales de Tierra de Fuego, en el extremo sur del
continente americano. Pese al frío húmedo de aquella región iban casi
totalmente desnudos para evitar la saturación por humedad que les causarían los
ropajes mojados por la lluvia. Cazaban lobos marinos que les proporcionaban
alimento, grasa para untar y proteger su cuerpo, y cuero para calzados
sencillos y otros usos. Se desplazaban por los canales fueguinos en canoas, en
las que siempre llevaban un fuego encendido. Probablemente de ahí provenga el
nombre de la región, Tierra de Fuego. Se estima que el pueblo yámana tenía una
antigüedad de 6.000 años y a finales del siglo XIX contaba con una población de
3.000 indígenas. Poseían su propio idioma con más de 32.000 palabras.
Precisamente a finales del s. XIX tuvieron su
primer contacto con el “hombre blanco”. Los europeos descubrieron que el aceite
del lobo marino era un combustible ideal para las farolas de sus ciudades,
fundamentalmente de Londres. Y los yámanas se quedaron sin su base nutricional
y su protección corporal. Pero por si este ataque a su cuerpo no había sido
suficiente, su alma tampoco quedó al margen de la presión de nuestros
antecesores, en forma de misiones anglicanas empeñadas en “evangelizar” a estos
indígenas. El contacto con el hombre blanco trajo las enfermedades (sarampión,
neumonía, tuberculosis) desconocidas para ellos, muriendo por centenares. En
1908 ya sólo quedaban 170. Pero además los europeos consideraron a estos
indígenas patagónicos “salvajes dignos de estudio”, comenzando la exhibición de
indígenas vivos en ciudades europeas y norteamericanas.
Hoy sólo queda Cristina y con ella
desaparecerá definitivamente un pueblo indígena más. Un pequeño y humilde museo
en Ushuaia será lo único que haga pervivir su memoria. Impresiona pensar que en
tres o cuatro generaciones se puede “acabar” con un pueblo de más de 6.000 años
de existencia. Es sencillo: les quitamos su alimento, ocupamos su territorio y
les provocamos un choque cultural del que ya no podrán recuperarse jamás.
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