En mi ciudad, un edificio construido hace apenas una década con la firma de un prestigioso arquitecto está en proceso de rehabilitación. Rodeado de andamios parece que, al menos sus fachadas, no han soportado el paso del tiempo.
Hace ya algunos años que vengo percibiendo esta levedad de la arquitectura actual que provoca que a los pocos años de su construcción edificios y espacios urbanos hayan sufrido tal deterioro y degradación que se hace necesario acometer obras de rehabilitación, reforma, lavado de cara, o como queramos llamarlo.
Mi luz de alarma particular se encendió en un viaje a Nueva Orleans, años antes de la catástrofe del Katrina. Me acerqué a contemplar la Piazza d’Italia, que tan lustrosa lucía en los libros y revistas de aquellos años como paradigma de la llamada arquitectura posmoderna. El impacto fue brutal: un espacio desolado y destrozado. “Al menos –pensé- está sirviendo de refugio a los sin techo.”
A partir de entonces se han ido multiplicando los ejemplos de construcciones que carecen de las características que, para mí, deben ser fundamentales en la buena arquitectura: la solidez, la durabilidad. Incluso obras que han obtenido premios y han sido aclamadas como grandes proyectos han sucumbido al paso de unos pocos años. En este sentido remití hace tiempo una propuesta al Colegio de Arquitectos de mi demarcación: uno de los requisitos para poder participar en el concurso bianual que premiaba a los mejores trabajos debería ser que dicha obra tuviese, como mínimo, diez años de antigüedad. De esa forma se podría valorar ese aspecto de la durabilidad, de la buena práctica de la construcción. La propuesta cayó en saco roto pero considero que sigue totalmente vigente.
Es evidente que en el proceso constructivo de una edificación o espacio, alguno de los agentes que intervienen (proyectista, promotor, constructor, director de obra…) o varios de ellos no están haciendo bien su trabajo. Algo no estamos haciendo bien. No es admisible tener que rehabilitar un edificio a los diez años de su construcción. Me niego a admitir que la arquitectura haya entrado en la estrategia comercial de la obsolescencia programada, es decir, el usar y tirar. Los costes sociales, económicos, medioambientales de una construcción no son equiparables a los de un teléfono móvil o una impresora, por ejemplo. Por tanto, parece contradictorio que los avances tecnológicos en el desarrollo de nuevos materiales, los controles de calidad, las cada día más exigentes normativas de la construcción nos lleven a una vida útil del edificio que actualmente se establece en unos cincuenta años tan solo. Es decir, que nuestros biznietos y tataranietos no llegarán a conocer casi ninguno de los edificios que ahora estamos construyendo.
2 comentarios:
Supongo que te refieres al hotel que hay en Abandoibarra. Ya había oído comentar que había tenido problemas con la fachada casi desde su construcción. ¿No tendrá algo que ver con esto las fuertes bajas económicas que están haciendo los constructores para conseguir las obras?
Sin duda. Son un factor importante dentro del proceso al que hago referencia. Desgraciadamente incluso las administraciones públicas fomentan en sus convocatorias estas "bajas temerarias" (más aún ahora, con la excusa de la crisis). Pero estos teóricos ahorros económicos iniciales acaban pasando factura y en poco tiempo las reparaciones y los trabajos de mantenimiento los acaban superando, como se viene demostrando.
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