viernes, 13 de junio de 2014

LA OBSOLESCENCIA PROGRAMADA EN LA ARQUITECTURA


¡Vaya! La impresora no responde, se ha estropeado. Pues probablemente no, simplemente ha dejado de funcionar, que es distinto. Hoy ya sabemos que el fabricante ha instalado un diminuto chip en su interior, programado para que al llegar a un determinado número de copias la impresora diga que no. Un truco (llamémosle estrategia comercial) para que vayamos pensando en comprar una nueva. Y a esta acción le han puesto un nombre precioso, obsolescencia programada o planificada. Siendo un poco manitas y buceando en internet se pueden encontrar manuales para desactivar este chip y, como por arte de magia, la impresora vuelve a funcionar como si nada hubiera pasado.

Pero esto que parece asociado a las nuevas tecnologías y a todo el “aparataje” de última generación sin embargo no es nuevo. Se han encontrado documentos de mediados del siglo veinte, en los que se recogen acuerdos entre empresas para limitar la duración de sus productos a un tiempo determinado. Por ejemplo, la duración de las bombillas a unas horas de uso muy por debajo de lo que realmente podían aguantar. (En Estados Unidos hay una bombilla que lleva más de cien años encendida sin interrupción…) Y en esa misma línea hemos sabido también que al descubridor del nylon muy pronto le dieron una colleja para que “rebajara” la durabilidad de ese tejido, ya que la empresa que confeccionaba medias no estaba dispuesta a sacar al mercado un producto que aguantase años y años sin la más mínima carrera. Y el hombre tuvo que abdicar.

Y en el campo de la arquitectura ¿existe la obsolescencia programada? En principio deberíamos pensar que no, ya que una de las máximas de la arquitectura ha sido la solidez y la durabilidad. Pero se están dando algunas señales que parecen ir en otro sentido. Hablaba hace un par de años en este blog de “La insoportable levedad de la arquitectura actual”, alertando precisamente de que esas buenas prácticas arquitectónicas parecían empezar a hacer aguas. Y hay un dato muy significativo: la vida media estimada de un edificio construido en la actualidad es de cincuenta años. ¿Qué quiere decir esto? Pues que en una ciudad como Bilbao, por ejemplo, dentro de setenta y cinco años nuestros nietos o bisnietos ya no podrán contemplar el Museo Guggenheim, al menos tal y como lo conocemos ahora. Y sin embargo podrán seguir disfrutando del pórtico de la iglesia gótica de San Antón o del claustro de la Catedral de Santiago. Edificios estos últimos construidos hace siglos pero con carácter de permanencia en el tiempo.

Por tanto da la sensación de que, de alguna manera, la obsolescencia programada también ha llegado a nuestro campo. Y que los avances tecnológicos en la construcción y en el desarrollo de nuevos materiales “renovables” no van enfocados precisamente hacia una arquitectura más sólida y perdurable sino, más bien, hacia una arquitectura de consumo rápido y fácilmente sustituible. Pero yo diría aún más, y es algo que vengo barruntando desde hace tiempo: toda esta corriente o “tendencia” de la arquitectura sostenible, verde, bioclimática o como queramos denominarla me temo que no es más que un disfraz bajo el que se oculta precisamente el término que titula este artículo. Es evidente que en torno a esta corriente de sostenibilidad, a la que todos nos hemos apuntado, ya se ha creado una industria de productos, mecanismos e incluso sellos que certifican que una edificación cumple con ciertos requisitos que le añaden un plus de calidad. Sellos que, por cierto, hay que pagar (un negocio más). Y que tras su consecución te ofrecen el privilegio de poner una placa en la fachada que debería repercutir en un mayor valor del metro cuadrado de dicha construcción.

Creo que, una vez más, los árboles no nos dejan ver el bosque. Y estamos asumiendo como un valor añadido algo que debería estar implícito en cualquier buen proyecto arquitectónico y que de hecho se ha venido recogiendo en las construcciones desde la antigüedad: la relación con el entorno y la naturaleza, las orientaciones, la captación de sol y de luz natural, los microclimas generados con los patios interiores, las formas adaptadas a las condiciones climáticas… Que se conceda la etiqueta de edificio sostenible a una torre de oficinas de ciento sesenta metros de altura totalmente acristalada, por muchos recursos tecnológicos y ahorros energéticos que presente, no deja de ser una contradicción ya que dicha construcción parte de una propuesta inicial totalmente ajena a los principios básicos de una arquitectura adaptada a su entorno. Podrá tener otros valores, pero no esos. Para conseguir esa etiqueta se puntúa, por ejemplo, que se pueda llegar al edificio a través del transporte público y, sin embargo, se construyen un buen número de plantas subterráneas de aparcamiento, con el coste añadido que ello supone.

En definitiva, parece que la obsolescencia programada va impregnando, si no lo ha hecho ya, todas las capas de nuestra vida diaria. Los que la defienden argumentan que esto del consumo rápido es la mejor forma de generar actividad comercial, económica y laboral. Tal vez tengan razón y no sea algo tan pernicioso porque, puestos a pensar, también nuestra vida está “obsoletamente programada.” 

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