domingo, 18 de noviembre de 2012

¡QUÉ BELLO ES VIVIR!


He observado estos días que los operarios se afanan en la instalación de la iluminación navideña en calles y plazas. ¡Cielos, qué horror! ¡La Navidad ya está encima!

Cuando era aún un crío, al levantarme inquieto y nervioso una mañana de Reyes percibí un ambiente frío y apagado en casa que no se correspondía con lo que debía ser un día de ilusión y alegría. Mi abuelo acababa de morir. Triste regalo. Entonces empecé a desconfiar, a dudar de la bondad de esos personajes barbudos y orondos (llámese Reyes Magos, Papá Noel, Olentzero…) y, por extensión, de todo lo que suponían las fiestas navideñas.

Cuando llegaron los hijos recuperé de alguna forma la ilusión, más por ellos que por mí. Y reconozco que pasamos buenos, muy buenos momentos, algunos de ellos viajando, que tal vez sea la mejor manera de sobrellevar estos entrañables días (se entiende que lo de entrañable va de coña).

Y ahora mismo mi actitud hacia la Navidad diría que es de indiferencia, tampoco merece la pena hacerse mala sangre. Que pasen cuanto antes y ya está. Pero mentiría si no admitiera que hay cosas de esta época que me gustan. Por ejemplo, la reposición en televisión de la película “¡Qué bello es vivir!” (Frank Capra, 1946). Una película entrañable (y aquí no va de coña). George Bailey (James Stewart) es un honrado y modesto ciudadano que, el día de Nochebuena, decide suicidarse acuciado por problemas económicos. Está convencido de que su vida únicamente ha causado dolor y penurias a quienes le rodean. Pero en ese momento un ángel en período de pruebas que aún no ha conseguido sus alas consigue salvarle. Y no sólo eso sino que además le concede un don: la ocasión de contemplar cómo habría sido la vida de los que le rodean si él no hubiera existido. Un cuento fantástico.

Recuerdo también una escena de otra película (no consigo saber cuál) en la que en pleno duelo de la mujer y el hijo por el fallecimiento de su marido y padre, el difunto resucita, y al constatar que nadie más ha acudido al sepelio decide, desolado, volver a morirse. Otra visión, divertida en este caso, de lo que puede suponer dejar huella o no a lo largo de nuestra vida entre las personas que han estado cerca.

Así que cada vez que llega la Navidad me pregunto qué verían mis ojos si mi ángel de la guarda me ofreciese la misma oportunidad que a George Bailey. Por si acaso… mejor que no aparezca.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Debo confesar que las navidades siempre fueron para mí unos días entrañables. Digo fueron, porque ahora que mis hijos ya son mayores y que la vida me ha cambiado mucho en los últimos tiempos, ahora las vivo también con indiferencia. O tal vez sea sólo que me estoy haciendo mayor.

Pero comparto contigo el gusto por esa película, aunque también hace tiempo que dejé de esperar su reposición.

Y tampoco quiero saber cómo habría sido mi vida o la de los demás si hubiera tomado otras decisiones. No son más que un futuro o un pasado imposibles. Prefiero la certeza de lo que he vivido y de lo que, en base a ese pasado y a las decisiones que vaya tomando a partir de ahora, voy a vivir.

Un saludo,

Teresa

Bernardo I. García de la Torre dijo...

Parece evidente que estas fechas se viven de forma diferente en cada etapa de la vida dependiendo, sobre todo, del entorno y la situación familiar.

Anónimo dijo...

Creo que todos aspiramos a dejar huella, de una u otra forma. Si no, nuestro paso por la vida no tendría mucho sentido. Lo que pasa que hay gente que se empeña en que su legado sea duradero y eso no lo tiene que decidir cada uno.

Anónimo dijo...

Si seguís poniendo el belén ya sabéis que en el libro que acaba de publicar el papa Benedicto afirma que en el portal no había buey ni mula, tampoco estrella (que era una supernova) y probablemente tampoco estaban los reyes magos. ¡Qué desastre!

Saludos,

Luis

Bernardo I. García de la Torre dijo...

O sea que también van a llegar los recortes al portal de Belén. Eso sí que no me lo esperaba.