Según
el diccionario de la R.A.E. leyenda es la “relación
de sucesos que tienen más de tradicionales o maravillosos que de históricos o
verdaderos”. Podríamos decir también que una leyenda es una narración de
apariencia histórica con una gran proporción de elementos imaginativos, un
relato que pretende explicar un fenómeno natural a través de una historia
fantástica.
Si
visitamos un palacio que nunca se pudo terminar de construir nos contarán que
se debió a la maldición que el diablo, en forma de viejo jorobado, lanzó sobre
la familia que lo iba a habitar. Si nos asombramos ante la belleza de una
laguna de intenso color verde alguien nos dirá que se debe a que en el fondo de
sus aguas está enterrado el cuerpo de una princesa cuyos ojos eran de ese
color. Nos gusta más escuchar estas historias que conocer los problemas
económicos que impidieron la culminación de las obras del gran palacio. O
aprender el impronunciable nombre de las algas responsables del tono verdoso de
las aguas. ¡Dónde va a parar!
Un
apartado apasionante dentro de este género fantástico lo constituye la creación
de personajes de leyenda, elevados a seres mitológicos en muchos casos: Odín, Thor, en la mitología escandinava. Y qué decir de la mitología
griega, en la que resulta casi imposible separar la historia real de la
mitológica: Prometeo, Edipo, Ulises, los dioses del Olimpo… Pero hay un personaje, muy presente
además en estas fechas, cuya fantástica historia y su “puesta en escena”
(aspecto físico, vestimenta, medio de transporte…) se ha ido configurando, no
ya a través de los años sino a través de los siglos. Hablo de San Nicolás – Santa Claus – Papá Noel,
con un largo periplo desde las tierras del norte de Europa en el siglo cuarto
hasta su último “retoque” por parte de los publicistas de Coca Cola en 1931, que terminaron de darle ese aspecto más humano
de tierno abuelito. A partir de entonces el marketing consumista aplicado a los
personajes de leyenda ha sido una constante (cómics, películas, videojuegos…)
Y
hablando de “puesta en escena”, estos días he vuelto a ver una de las últimas
películas de John Ford, “El hombre que mató a Liberty Valance”
(1962). Y he descubierto en ella nuevos matices, nuevos temas, que la mantienen
totalmente vigente. He vuelto a disfrutar. Tanto es así que, tras varios años
en los que mi película favorita de este director ha sido “Centauros del desierto”, a partir de ahora, y no sé durante cuánto
tiempo, va a ocupar ese puesto este western (crepuscular, dirían algunos) que
realizó ya al final de su carrera. Frente a los paisajes abiertos de “Centauros del desierto”, aquí la historia
se desarrolla en decorados e interiores (la cocina, el bar, el salón…) en un
argumento en el que destaca, precisamente, esa disyuntiva entre leyenda y
realidad. Cuando Ransom Stoddard (James Stewart), relata al periodista la
verdadera historia por la que ha acudido junto a su mujer Hallie (Vera Miles) al
funeral de su viejo amigo Tom Doniphon
(John Wayne), se produce este
diálogo:
Periodista: En el Oeste,
cuando la leyenda supera a la verdad publicamos la leyenda.
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