Vi
a lo lejos un rebaño de cabras que ascendía por el monte. Y detrás dos figuras
humanas que las azuzaban con gritos y silbidos. Aceleré el paso para cruzarme
con ellos, pero se movían con rapidez. Tuve que dar lo mejor de mí mismo y
conseguí llegar a la altura del segundo cabrero… porque se detuvo un momento. Yo
estaba sin resuello y le hice un gesto para que esperara. Cuando pude articular
palabra le pregunté, suponiendo que conocía bien la zona, si sabía de alguna
ruta para llegar a la cima por el lado norte (por el lado sur ya había subido
en otras ocasiones). En efecto, conocía aquellas montañas al dedillo, me dio
todo tipo de explicaciones sobre los nombres de cada paraje, me contó que
estaban bajando las cabras al valle porque venía el veterinario, que parecía
que el tiempo estaba de cambio, que se podía ir por aquí y por allá… pero no
respondió a mi pregunta. Volví a formulársela, de manera más clara, y el
resultado fue el mismo. El cabrero conocía cada risco, cada paso, pero no
necesitaba caminos ni senderos para ir de un lugar a otro. Con seguir a las
cabras le bastaba.
Unos
metros más adelante me crucé con un montañero veterano que bajaba no sé de
dónde. Le planteé la misma cuestión. No respondió de inmediato con lo que
supuse que tampoco iba a sacar nada en limpio. Miró hacia la cumbre, miró a la derecha,
miró a la izquierda, y empezó a improvisar una respuesta. La misma respuesta
que habría dado yo después de mirar a la cumbre, a derecha y a izquierda. No
reconoció que nunca había hecho esa ruta pero intentó evidenciar su experiencia
en la montaña.
Cuando
estudié en la Universidad tuve algún que otro profesor “cabrero”, arquitectos
con una trayectoria profesional interesante, con buenas obras realizadas, con
mucha experiencia, pero con incapacidad para adaptar y transmitir sus
conocimientos al alumnado. Y también algún que otro profesor “montañero”, de
esos que año tras año cuentan la misma historia, llevan el mismo programa, sin
plantearse si quiera el que pueda existir algún “camino diferente hacia la
cumbre.”
Y
esto me lleva a pensar en el relativo valor de la experiencia o, mejor dicho,
en el excesivo valor que, a veces, le otorgamos a la misma, entendida como una
actividad o práctica prolongada, como un valor simplemente cuantitativo, sin
profundizar en su nivel de calidad. Por ejemplo, en los concursos de arquitectura
se plantea como valor fundamental el tener experiencia en “trabajos similares
al objeto de la convocatoria”, llegando al extremo de ser incluso una condición
necesaria para poder participar el haber realizado a lo largo de los últimos
años proyectos de más de 200 viviendas para un concurso de 50 viviendas (no me
lo estoy inventando). O haber realizado al menos 3 proyectos de palacios de
congresos para un concurso de 1 palacio de congresos (claro, como se hacen
palacios de congresos a diario quien más quien menos tiene en su currículo dos
o tres proyectos de ese tipo que le avalen).
En
definitiva, damos por hecho con excesiva ligereza que la experiencia es un
activo y un valor en sí misma sin analizar la calidad de ese “amplio
currículo”. Puede que esos proyectos de más de 200 viviendas sean unos malos
proyectos, hechos como churros a lo largo de muchos años y que, sin embargo, un
arquitecto recién licenciado y “sin experiencia” sea capaz de aportar cosas más
interesantes en su primer proyecto. Y creo que el ejemplo es exportable a todas
las facetas de la vida. Mi “experiencia” me dice que en muchos casos es así. Y
eso que estoy tirando piedras contra mi propio tejado porque ya empiezo a estar
más del lado de una amplia trayectoria profesional que del recién licenciado,
¡jo!
EPÍLOGO.
Cuando me encontré con el cabrero ésta era mi equipación: pantalones y camiseta
de montaña, botas chirucas, bastones de montaña, gorra, cinta para las gafas,
mochila con: botellín de agua, navaja multiusos, pañuelos de papel, una
manzana, dos onzas de chocolate, cámara de fotos, teléfono móvil, prismáticos,
sudadera por si se ponía de cambio… La del cabrero: unas viejas zapatillas de
deporte, un chándal deslavado y una vara de avellano para dirigir a las cabras.
Al menos algo positivo tiene la experiencia, la optimización de recursos.
¿Que
cómo acabó la jornada? Alcancé la cumbre por la vertiente sur, el camino de
toda la vida.
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