En varias ocasiones he abordado bajo distintos títulos
(“La insoportable levedad de la
arquitectura actual”; “La obsolescencia programada en la arquitectura”) el
tema de la escasa calidad de las construcciones que se levantan en la
actualidad, de su corta esperanza de vida, achacándola a diversos factores y
agentes participantes en los procesos constructivos. Hace unos días, visitando
el estudio de unos compañeros, comprobé con satisfacción que en su página web
profesional, aún en construcción, habían incluido como lema básico de su forma
de entender la arquitectura aquella antigua tríada que Marco Vitruvio proponía hace ya más de dos mil años como cualidades
de una buena construcción: “Firmitas,
utilitas, venustas” (sólida, útil, hermosa). No debe estar todo perdido,
pensé. Y además estoy convencido de que Vitruvio
no dispuso la solidez en primer lugar de forma aleatoria.
Pero con lo que yo no contaba al hacer esas
valoraciones era con otro factor que, al parecer, está empezando a echar abajo
algunas construcciones centenarias: el amor. Sí, sí, el amor. O la promesa de
amor eterno. La barandilla del Puente de las Artes en París se vino abajo a
finales de esta primavera. La causa, los miles de candados que las parejas de
enamorados habían colocado sobre ella.
Pero ¿quién es el ideólogo que lidera estas “intervenciones” que
pretenden sellar amores eternos? ¿Quién está detrás de esta marabunta
destructiva? Al parecer, Federico Moccia,
escritor italiano de novelas para adolescentes que en alguna de ellas lo puso
de moda. Consiste en escribir los nombres de la pareja en el candado,
engancharlo a la barandilla del puente, cerrarlo y tirar la llave al río.
En poco tiempo puentes y otros elementos de toda la
geografía mundial se han ido poblando de estos ¿dispositivos amorosos? Y han
empezado a sufrir en sus carnes el peso del amor que, por lo que se empieza a
ver, no estaba previsto en sus cálculos estructurales, ¡cachis! No sé qué
habría que hacer con el tal Moccia,
si erigirle un monumento por su capacidad para aborregar e inducir a la
cursilería a miles de adolescentes o amarrarle un candado tamaño familiar al
cuello y lanzarle al Tíber (después de hacerle pagar las facturas por los
desperfectos). Lo cierto es que el hombre está forrado con los euros que sus
libros y correspondientes adaptaciones cinematográficas han hecho llegar a sus
bolsillos.
Aunque bien pensado, ¿tiene él alguna culpa? ¿No
deberíamos adaptarnos al fenómeno y diseñar construcciones que permitieran y
soportaran el peso de los candados enamorados? Es curioso, sin embargo, que el
símbolo o la manifestación del amor, una expresión libre de las personas, sea
precisamente… un candado que no se puede abrir. Hasta que la muerte nos separe,
o hasta que el puente se hunda. A mí me da qué pensar, qué mal rollo.
Pero, aunque me cueste, tengo que ser sincero y
reconocer que en mi videoteca, en el apartado 2010-2020 hay un DVD titulado “Perdona si te llamo amor”, basado en
una novela del susodicho. ¿Cómo habrá llegado hasta ahí? Vaya usted a saber.
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