¡Vaya! La impresora no responde, se ha
estropeado. Pues probablemente no, simplemente ha dejado de funcionar, que es
distinto. Hoy ya sabemos que el fabricante ha instalado un diminuto chip en su interior,
programado para que al llegar a un determinado número de copias la impresora
diga que no. Un truco (llamémosle estrategia comercial) para que vayamos
pensando en comprar una nueva. Y a esta acción le han puesto un nombre
precioso, obsolescencia programada o planificada. Siendo un poco manitas y
buceando en internet se pueden encontrar manuales para desactivar este chip y,
como por arte de magia, la impresora vuelve a funcionar como si nada hubiera
pasado.
Pero esto que parece asociado a las nuevas
tecnologías y a todo el “aparataje” de última generación sin embargo no es
nuevo. Se han encontrado documentos de mediados del siglo veinte, en los que se
recogen acuerdos entre empresas para limitar la duración de sus productos a un
tiempo determinado. Por ejemplo, la duración de las bombillas a unas horas de
uso muy por debajo de lo que realmente podían aguantar. (En Estados Unidos hay
una bombilla que lleva más de cien años encendida sin interrupción…) Y en esa
misma línea hemos sabido también que al descubridor del nylon muy pronto le
dieron una colleja para que “rebajara” la durabilidad de ese tejido, ya que la
empresa que confeccionaba medias no estaba dispuesta a sacar al mercado un
producto que aguantase años y años sin la más mínima carrera. Y el hombre tuvo
que abdicar.
Y en el campo de la arquitectura ¿existe la
obsolescencia programada? En principio deberíamos pensar que no, ya que una de
las máximas de la arquitectura ha sido la solidez y la durabilidad. Pero se
están dando algunas señales que parecen ir en otro sentido. Hablaba hace un par
de años en este blog de “La insoportable
levedad de la arquitectura actual”, alertando precisamente de que esas
buenas prácticas arquitectónicas parecían empezar a hacer aguas. Y hay un dato
muy significativo: la vida media estimada de un edificio construido en la
actualidad es de cincuenta años. ¿Qué quiere decir esto? Pues que en una ciudad
como Bilbao, por ejemplo, dentro de setenta y cinco años nuestros nietos o
bisnietos ya no podrán contemplar el Museo Guggenheim, al menos tal y como lo
conocemos ahora. Y sin embargo podrán seguir disfrutando del pórtico de la
iglesia gótica de San Antón o del claustro de la Catedral de Santiago.
Edificios estos últimos construidos hace siglos pero con carácter de
permanencia en el tiempo.
Por tanto da la sensación de que, de alguna
manera, la obsolescencia programada también ha llegado a nuestro campo. Y que
los avances tecnológicos en la construcción y en el desarrollo de nuevos
materiales “renovables” no van enfocados precisamente hacia una arquitectura
más sólida y perdurable sino, más bien, hacia una arquitectura de consumo rápido
y fácilmente sustituible. Pero yo diría aún más, y es algo que vengo
barruntando desde hace tiempo: toda esta corriente o “tendencia” de la
arquitectura sostenible, verde, bioclimática o como queramos denominarla me
temo que no es más que un disfraz bajo el que se oculta precisamente el término
que titula este artículo. Es evidente que en torno a esta corriente de
sostenibilidad, a la que todos nos hemos apuntado, ya se ha creado una
industria de productos, mecanismos e incluso sellos que certifican que una edificación
cumple con ciertos requisitos que le añaden un plus de calidad. Sellos que, por
cierto, hay que pagar (un negocio más). Y que tras su consecución te ofrecen el
privilegio de poner una placa en la fachada que debería repercutir en un mayor
valor del metro cuadrado de dicha construcción.
Creo que, una vez más, los árboles no nos
dejan ver el bosque. Y estamos asumiendo como un valor añadido algo que debería
estar implícito en cualquier buen proyecto arquitectónico y que de hecho se ha
venido recogiendo en las construcciones desde la antigüedad: la relación con el
entorno y la naturaleza, las orientaciones, la captación de sol y de luz
natural, los microclimas generados con los patios interiores, las formas
adaptadas a las condiciones climáticas… Que se conceda la etiqueta de edificio
sostenible a una torre de oficinas de ciento sesenta metros de altura
totalmente acristalada, por muchos recursos tecnológicos y ahorros energéticos
que presente, no deja de ser una contradicción ya que dicha construcción parte
de una propuesta inicial totalmente ajena a los principios básicos de una
arquitectura adaptada a su entorno. Podrá tener otros valores, pero no esos.
Para conseguir esa etiqueta se puntúa, por ejemplo, que se pueda llegar al
edificio a través del transporte público y, sin embargo, se construyen un buen
número de plantas subterráneas de aparcamiento, con el coste añadido que ello
supone.
En definitiva, parece que la obsolescencia
programada va impregnando, si no lo ha hecho ya, todas las capas de nuestra
vida diaria. Los que la defienden argumentan que esto del consumo rápido es la
mejor forma de generar actividad comercial, económica y laboral. Tal vez tengan
razón y no sea algo tan pernicioso porque, puestos a pensar, también nuestra vida
está “obsoletamente programada.”
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