Piscina en La Escala, Girona. |
“El nadador” (“The swimmer”. Frank Perry, 1968) arranca con una propuesta argumental sugerente: Ned Merrill (Burt Lancaster), que vive en una zona residencial de clase alta en las afueras de Connecticut, decide recorrer el valle de piscina en piscina, ante el asombro de sus amigos y vecinos. Pero a medida que la narración avanza este original planteamiento se va diluyendo como un azucarillo en una taza de café caliente. Y es que cualquier aspecto cinematográfico de la película que analicemos mínimamente hace más aguas que las contenidas en todas las piscinas del valle.
Las
transiciones entre secuencias son torpes, hay numerosos fallos de continuidad
entre los planos medios y cortos, la música es bastante odiosa, los pretendidos
toques naif con evocadoras imágenes superpuestas resultan pretenciosos y los
primeros planos estáticos del rostro del protagonista son cansinos e
inexpresivos.
¿Cómo es
posible, por tanto, que con estos mimbres tan frágiles la película quede
sólidamente construida y transmita una cierta fascinación? Fascinación que, en
mi caso, ha conseguido que al menos una vez al año salga de la estantería en
dirección al reproductor de DVD.
Y ahora,
claro, viene la pregunta del millón: ¿dónde radica ese grado de fascinación? Pues
confieso que ha estado bien escondido para mí todos estos años, en los que no
he sido capaz de identificarlo. Hasta el último visionado, hace unos días. La
clave, las auténticas protagonistas del filme, las piscinas. Y en concreto una
de ellas, la que aparece a mitad del metraje en la que sin duda es la mejor
secuencia de la película: el encuentro de Ned
con el joven muchacho de la flauta. Una piscina sin agua, una piscina… vacía.
"El nadador" |
Una piscina
llena de agua, en uso, en su “estado natural” nos sugiere alegría, voces, juego…
Si además esa piscina (privada) es de gran tamaño nos está hablando también de
bienestar, de éxito, ya que generalmente acompaña a una mansión de lujo, a una
situación económica acomodada.
Por
contraposición, una piscina vacía, sin agua, resulta, sin duda, una de las
mejores metáforas de la decadencia, del fracaso. Frente a la lámina inmaculada
de agua transparente, el gran espacio vacío que la ha contenido, la suciedad en
el fondo, el óxido, el silencio. Lo que ha sido un entorno acogedor y luminoso
se ha vuelto lúgubre y siniestro, una construcción inútil e inquietante que nos
insinúa de alguna forma su pasado. Y si a ese profundo vaso, convertido en pozo
inmundo, le añadimos en su borde la silueta de un trampolín, a la metáfora de
la decadencia y el fracaso se añade la del peligro, la del salto mortal. El
símbolo perfecto para un melodrama.
Ahora ya
conozco el motivo de mi reincidencia periódica hacia esta curiosa parábola
mágnetica y turbadora, en la que a través de las swimming pools se van desnudando las miserias de unas vidas opulentas.
Y reconozco que ando “buscando desesperadamente” piscinas vacías que poder
fotografiar. Supongo que para ver si soy capaz de encontrar en alguna de ellas
las almas errantes del fracaso y la decadencia. Aquí está la primera. Si tenéis
alguna piscina vacía por ahí…
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