Días y
noches de verano en el pueblo, años de infancia y juventud. Una vivencia que
casi todos hemos tenido y añoramos: la bicicleta, las fiestas de los barrios,
las chicas; los pimientos de la huerta, los baños en el río, las chicas; la pila
de hierba, los bailes en las romerías, las chicas.
Pero además
de todo esto, y de las chicas, recuerdo las tertulias (no las televisivas,
afortunadamente) que tenían lugar después de cenar, en el pórtico de la ermita
junto a nuestra casa. Era una reunión atípica por su carácter intergeneracional
(de ocho a ochenta años) y su interculturalidad (los “urbanitas” que habíamos
aterrizado por allí y los “rurales” de toda la vida). Se hablaba un poco de
todo y, lo más interesante, se contaban historias. Este apartado estaba
reservado generalmente a los más veteranos. Y eran historias que se repetían
año tras año. Pero yo disfrutaba mucho con ellas, con sus escenificaciones y
con las pequeñas variantes que se iban introduciendo con el paso del tiempo.
Recuerdo con
nitidez una de las historias que contaba mi abuela, la del “sustanciero”,
palabra que el corrector me subraya en rojo porque, es cierto, no está recogida
en el diccionario de la R.A.E. El “sustanciero” era (no tengo constancia de que
exista en la actualidad) un hombre que recorría las calles del pueblo con un
saco a cuestas al grito de “¡Sustancia, sustancia!” y que, cuando era requerido
desde alguna casa, sacaba del saco un hueso de jamón o de vaca y lo introducía
en la olla que estaba al fuego por un módico precio. Quince minutos tenían la
culpa para dejar toda la sustancia y el sabor en el guiso, si es que aún le
quedaba algo de esencia al hueso, antecedente de las pastillas de caldo Avecrem
o Starlux (aquí se pueden decir marcas) que llegarían unos años más tarde.
Recreación. Fotografía de José María
Moreno García.
Mucho tiempo
después de haber escuchado esta historia anduve fisgando por aquí y por allá y
pude comprobar que este personaje, este oficio al fin y al cabo, no era
exclusivo de nuestra comarca sino que también se habían “sustanciado” caldos en
otros puntos de la geografía española. Es más, historias paralelas sostenían
que el susodicho, en algunos casos, dejaba en las casas alguna sustancia más
que la que iba a parar al caldo. Vamos, que debía haber repartidos por los
pueblos una buena colección de vástagos de “sustanciero”. ¡Mentes
calenturientas! Esta variante no la recuerdo yo de boca de mi abuela, a no ser
que mi corta edad me impidiese interpretar adecuadamente sus palabras.
Probablemente se trate de una leyenda urbana más (rural en este caso), como la
del “butanero” o la del “fontanero”.
Sea como
fuere, siempre me pareció una historia fascinante la del “sustanciero”. Y bien
pensado, esa sabrosura que el esquelético hueso aportaba al guiso ¿no
respondería en realidad a un efecto placebo? ¿A una cuestión más de fe y de
deseo que de paladar? Es probable. Y me pregunto también si en la actualidad
existe alguna actividad similar que acceda a nuestras casas y dé sustancia a
nuestros guisos, a nuestros días, a nuestras vidas… Algo o alguien que consiga,
en pocos minutos, hacernos creer que todo es mejor, más bonito y más sabroso de
lo que en realidad es. Que nos haga creer que somos guapísimos, que todo lo que
hacemos es súper-guay y que toda la gente nos quiere con locura. Que “me gusta”
lo que haces, “te comparto” y, si te descuidas, “te etiqueto”. ¿No será “el Facebook”
nuestro “sustanciero” del siglo XXI?
Nota: No pienso
actualizar mi foto de perfil… hasta que cambie de ojo.
2 comentarios:
Karmele Fernández ha dicho:
Ya he entrado en tu blog, al fin. Me ha gustado mucho, voy a indagar si lo del sustanciero, o algo parecido, se dió en el valle de la Ultzama, de donde procedo. La comparación de las supuestamente mejores tortillas, muy lograda.
A ver si descubres a algún sustanciero por allí. Y bienvenida al blog.
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